Una ducha de diez minutos usa 200 litros de agua; una lavadora, 285. Un chileno, en promedio, gasta entre 120 y 200 litros diarios, según datos de la Superintendencia de Servicios Sanitarios. Los habitantes de la Quebrada del Pobre, en La Ligua, disponen de 50 litros diarios por persona. La falta de lluvia y la acción de algunas empresas han secado a esta zona rural. Aquí, los vecinos cuentan su día a día.

 

Patricia Cajas (41) abre el grifo de la cocina para poner la tetera. Por la llave baja un chorro delgado que deja correr un par de minutos. Espera que el agua, que parece escondida en las cañerías, sea suficiente, porque la última vez que recibió la cuota del líquido con normalidad, fue el viernes por la mañana. Es un domingo frío de junio y tendrán que esperar hasta el lunes para volver a contar con la cantidad asignada.

Como ella, decenas de familias deben sobrevivir con este sistema de suministro hídrico en la Quebrada del Pobre, pueblo de Valle Hermoso, que se dibuja entre las faldas de los cerros Guanaco y Puntillas, en la comuna de La Ligua. Una carretera única, angosta, con curvas cerradas y peligrosas. Múltiples casas se ubican en los faldeos de los cerros.

Cajas vive ahí donde llegan las últimas gotas de la vertiente de la Quebrada del Pobre, más o menos a un kilómetro de la casa de Hermosina Inostroza (55). Se conocieron en la directiva del Comité de Agua Potable Rural (APR) Paso Oscuro, una como secretaria y la otra como presidenta. Ambas ostentan sus cargos desde hace más de cinco años.

La sequía que afectó al río La Ligua a comienzos de siglo, y que llevó declararlo seco en 2004, dejó a la Quebrada del Pobre completamente desprovista, ya que la zona se alimentaba de pozos norias (aguas superficiales). Las familias de la zona llevan más de siete años viviendo con menos de 50 litros diarios, que son transportados por camiones aljibe tres veces por semana.  Llegan los lunes, los miércoles y los viernes, con 15 mil litros para toda la comunidad.

Al contar esto, Cajas suelta una risa irónica: “Pero hoy ya no hay nada de agua, los niños van al colegio y tienes que cocinar”. En su casa viven once personas, incluyendo cinco niños. “A veces, el agua viene tan sucia de los camiones, que uno no la puede ni tomar, así que compramos agua”, agrega. Los pobladores tienen a su disposición solo 50 litros y el precio de las cuentas bordea los $ 4.000 mensuales. Esto, solo porque no hay más agua disponible. Cuando el recurso se agota, tienen que comprarlo en botellas en los supermercados.

En su parcela, Rubén Osses tiene plantaciones de trigo para el consumo de su familia.

Los hombres de la familia -su hijo y esposo- trabajan en la construcción, en la zona costera de la Quinta Región. “Acá, todos los días se usa la ducha: primero los grandes, luego los niños. Los hombres se deben bañar por lo menos una vez al día”, cuenta Cajas. En este sector, la mayoría de la gente es de escasos recursos. Casi todos viven de la construcción y de la agricultura de afuera. Sin quitar la mirada de su regazo, interrumpe el silencio y afirma: “El oro ya no es lo más caro; es el agua”.

“En la zona no hay agricultores”, agrega. “A lo más, la gente tiene sus arbolitos frutales, porque el agua que uno utiliza en la casa la reutiliza para regar”. El municipio se vio obligado a fijar multas para controlar el uso “desproporcionado” del recurso, sancionando su uso para regar o lavar los autos, hecho que fue informado en una de las últimas reuniones de la Corporación de APR.

Pese a las amplias praderas que se observan en el sector, los cerros se ven sin vida. Los animales no abundan y lucen desnutridos, mugiendo por comida a las pocas personas que ven. Tratan de pastar la hierba que malamente nace del barro, producida por las escasas lluvias que regaron el valle en los días previos. “El ganado de acá se ha tenido que vender, o la gente tiene que comprar agua particularmente para los animales”, cuenta por su parte Inostroza.

En la Reforma al Código de Aguas, aprobada en 2017, se estableció que la prioridad del suministro hídrico es el consumo humano; segundo, el ganado, y tercero, el sector agrícola. Esta es una de las razones por las que se ha extinguido esta última actividad. La medida fue aprobada cinco años después de que se agotara el suministro en la quebrada.

La disposición también afectó a Rubén Osses (55), agricultor de claveles del Valle Longotoma, quien depende del cauce del río que corre al costado de su parcela para producir flores. Mientras camina por  su parcela, observa con la mirada perdida a su ganado: una docena de vacas y terneros que mugen desesperados por comida. A un lado de las cercas, yace el cuerpo de un ternero muerto. El animal murió de hambre y deshidratación. Osses dice que, si no llueve en el lugar, ese será el destino del resto.

Hace un par de días, se sentó en la mesa para la formación de la Comunidad de Aguas Subterráneas (Casub). En la reunión, los especialistas les informaron que este invierno puede ser el más seco desde que tienen registro. “Esto nos tiene con la soga al cuello”, dice. “En 2018 llovió poco, pero este 2019 va a ser mucho peor”.

A la izquierda de Rubén está su hermano mayor, William (59), con quien comparte el oficio y los ojos verde agua. “Tenemos que sembrar, no más. Si no tenemos más recursos, no podemos seguir plantando. El rubro de los claveles no da para comprar más agua”, dice enrojecido “El Willy”, como lo llama Rubén.

Los hermanos Osses trabajan en el rubro desde inicio de los años ’90, hace casi 30 años. Mientras Rubén pasea entre medio de los invernaderos de claveles coloridos, cuenta que los techos que protegen sus plantas de las inclemencias del tiempo llevan más de 15 años en pie, con solo un par de arreglos a través de los años. “Ya caducaron, no dan para más”, asegura.

Tras años de un extenso panorama de colores rojos y blancos que mantenían a diario en su patio, se vieron forzados a dejar morir gran parte del terreno por falta de agua. Secaron un tercio completo de la hectárea y media que trabajan. En medio de la incertidumbre por la baja de la producción, probaron tecnificar el sistema de riego normal y reemplazarlo por uno por goteo que, según William, les favoreció enormemente, porque “la poquita agua que había, la usábamos al máximo”.

En su parcela, Hugo Díaz usa un sistema de acumulación de agua de pozo para riego.

Longotoma se ubica al otro lado del cerro de la Quebrada del Pobre. Sin embargo, el primer pueblo tiene acceso al agua potable. Rubén, que vive en Longotoma, accede a un pozo de 38 metros de profundidad, subsidiado hace una década por la Dirección de Obras Hidráulicas (DOH). Funciona a base de tarifas (hasta 15 cubos tienen un valor de $ 400, lo que va aumentando hasta los 35 cubos mensuales, que cuestan $2.000). Todo fue obtenido a través del Comité de APR, que otorga derechos de agua exclusivamente para el consumo humano y ganadero. La comuna consta de 33 APR, de las cuales 18 no tienen agua propia y son abastecidos por camiones aljibe.

El agua potable de los residentes de Las Parcelas, sector donde vive Rubén, fue obtenida por los vecinos hace 19 años y se extrae de un pozo que se llena del agua que viene de las alturas precordilleranas de Petorca. “De arriba viene el río, nosotros somos los descendientes del río Petorca”, dice Rubén.

El agua que llega a los usuarios de la APR de la Comuna de La Ligua, se extrae de los ríos La Ligua y Petorca. El primero nace en el sector alto de Alicahue, Cabildo; el segundo, en la precordillera de Chincolco. Desembocan directamente en el océano. Durante décadas, estas fuentes de agua dulce han dado de beber a toda la provincia, pero el río Petorca fue declarado seco en 1997 y el río La Ligua sufriría el mismo destino una década más tarde. Ambas cuencas fueron víctimas de un sobreotorgamiento de derechos que superó el 35%, según la Dirección General de Aguas (DGA).

Al norte de la parcela de Rubén, corre un cauce tranquilo del río, que deja agua estancada. El agua baja de las alturas del río Petorca y se mezcla con la que viene del océano, que se encuentra a solo dos kilómetros. Rubén se acerca a la orilla del río y moja la punta de sus zapatos. Se pone en cuclillas, con las dos manos recoge agua y se la lleva a la boca. Bebe y frunce el ceño. Su cara confirma que el agua dulce del río se ha mezclado con la salada del océano.

Al llegar de vuelta a su casa, lo primero que hace es decirle a su hermano que el agua está corriendo salada otra vez. “Durante la sequía, como no había agua superficial ni subterránea, hicimos un pozo cavando el río y empezó a entrar mucha agua salada”, cuenta Rubén. Las tierras fueron regadas con esta agua salinizada, pero perdieron su fertilidad.

Hugo Díaz (66), concejal de La Ligua y floricultor, como Rubén, se pone de pie frente a una piscina de dos metros de profundidad en su casa, donde acumula el agua del pozo noria que instaló hace décadas en su patio. Se agacha para echar a andar la bomba que succiona el agua de la excavación, y la hace correr por el tubo hacia la piscina. De la manguera que une el hoyo con la pileta, comienza a salir un gran chorro. “Me va a durar 15 minutos. Los dos litros por segundo que deberían ser de forma permanente y continua, debería poder regar las 24 horas, pero el pozo no tiene ni 20 minutos”, explica. El pozo está regularizado desde 1985, y a pesar de esto no funciona de manera óptima. A sus espaldas hay 16 invernaderos ordenados en dos filas. “Tengo el 80% de esta tierra desocupada. Lo que plante, morirá, porque no tengo agua”, afirma.

Su parcela se encuentra en El Carmen, La Ligua. El pueblo, de callejones de tierra y carente de árboles que no sean plantaciones agrícolas, se ubica a menos de diez kilómetros del que solía ser el cauce del río La Ligua. Hoy, no tiene una fuente de agua superficial y se ha visto obligada a depender del agua que se esconde en las napas subterráneas. Un pozo de 26 metros de profundidad, que ha costado más de $ 6 millones del bolsillo del concejal, riega sus tierras. Se acerca a la orilla de la fuente de agua, que parece un hoyo sin fin. “El que cae, es hombre muerto”, advierte Díaz con una sonrisa.

La DOH hizo tres pozos para abastecer a la zona. Sin embargo, estas perforaciones terminaron siendo proyectos fallidos: no se les puede extraer una sola gota.

Díaz solía ir a la parte trasera de su parcela y supervisar a diario la gran cantidad de paltas que producía. Hoy, es un cementerio de troncos de paltos. En 2014, al igual que muchos agricultores, se vio obligado a abandonar el rubro. “Un palto gasta 200 litros diarios de agua, mientras, con la ayuda de la gobernación, entregamos a las familias de Valle Hermoso 50 litros por persona. Entonces, un palto tiene más prioridad que una persona”.

La DGA formó las Casub en 2018, en un plan que catastró a quienes poseen derechos de agua para agruparlos, dividiendo el río en seis comunidades que se organizan autónomamente. Díaz pertenece a la división del estero La Patagua, pero cuenta que a él lo “encasillaron en esta Casub. Yo pertenezco acá, no más, entonces que hagan lo que quieran para arriba. Eso es dividir para gobernar”.

 

Padres del río

En el contexto de la dictadura cívico-militar, la represión y la privatización acelerada, los bienes de consumo humano tampoco zafaron del sistema neoliberal. El Código de Aguas aprobado en 1981, planteó algo nunca antes visto: la separación de la tierra del agua. Esto dio la facultad al Estado de otorgar derechos de aguas a privados de forma gratuita y perpetua. Las tierras perdieron su valor productivo y, al no tener acceso a agua, sus precios en el mercado bajaron. “El agricultor chico vende su tierra porque sin agua no vale nada. El que tiene agua, el empresario, es dueño de la tierra al final, y la compra barata a los pequeños agricultores”, explica Díaz.

Al observar los cerros que encierran a La Ligua, resaltan los extensos campos verdes a las alturas de los relieves. Todo eso solía ser bosque nativo que daba de beber y comer a todo el valle. Hoy, son bosques de paltos que han absorbido el agua. “Sacaron agua del río y la tiraron a los cerros, a tierras que no eran para cultivo, sino de ganadería, y así empezaron a secar el cuenco”, asegura el concejal. A pesar de que las dos cuencas fueron declaradas sobreotorgadas a comienzos de siglo, las autoridades continuaron entregando derechos.

Al ubicar las plantaciones en las alturas, el agua que corre naturalmente por los cerros queda atrapada en los profundos pozos de los agricultores industriales que se ubican arriba. Entonces, “empezamos a buscar el agua hacia abajo, mientras los grandes empresarios están sacando el agua a 130, 140 metros de profundidad. ¿Qué hace un pequeño agricultor con un pozo de 20 metros?”, pregunta Díaz.

La piscina que acumula agua del pozo al costado de su casa, no ha llegado ni a la mitad, y el chorro que hace menos de 20 minutos sale de la manguera, comienza a correr con menos fuerza. Díaz se queda a una orilla agachado, mirando el agua, tras comprobar su tesis de que el agua del pozo no da para más minutos corriendo.

Un estudio publicado en 2018 por el Movimiento de Defensa por el Acceso al Agua, la Tierra y la Protección del Medioambiente (Modatima), y que revisaba los derechos de agua concedidos en la Quinta Región, mostró que en La Ligua estos se concentran en cuatro familias: Pérez Yoma-Yunemann, Cerda-Álamos, Ruiz-Tagle y Piwonka. Asimismo, otro estudio que impulsó el exgobernador de la provincia Gonzalo Míquel -también dedicado a la agricultura-, en conjunto con la DGA, reveló que en la zona existían 63 drenes clandestinos. Sin embargo, Díaz cuenta que se encontró hace unas semanas con Míquel y que este le dijo que el informe había desaparecido. “Entonces, esto es una mafia”, dice el concejal, convencido.

A metros del lugar donde se sienta Díaz, hay ganado: un par de vacas y caballos que intentan digerir la maleza seca que los rodea. Mientras pasa por el lado, los animales comienzan a llorar más fuerte. El concejal los apunta y cuenta que “no han tenido qué comer. Los suelto en el cerro, pero allá no hay nada. Acá tampoco”. A los animales se les avecina un destino catastrófico, con un invierno de poca lluvia y humedad. “Si no los mata el frío, lo hará el hambre”, sentencia.

El concejal, también activista de Modatima, se vio envuelto en 2008 en un conflicto judicial con el exministro del Interior Edmundo Pérez-Yoma, a quien acusó de robar agua. “Quedó como el símbolo del ladrón. Él era ministro en ese momento, y quiso mandarme preso, como si fuera una blanca paloma”, relata el concejal mientras gira en una silla de bar, mirando al cerro que nace en la parte trasera de su parcela. Añade que presentó pruebas de que las aguas que usaba eran provisionales, “por lo que Pérez-Yoma terminó retirando la demanda”.

Díaz ha recorrido un largo camino para recuperar la soberanía del agua. En 2015, durante su campaña para concejal, su consigna fue, “Hugo Díaz: necesario como el agua”. La frase, se dibujaba en todas las paredes de la comuna en pequeños grafitis de un solo color y un dibujo de su rostro en miniatura. Afuera de su casa, aún quedan algunos de estos dibujos en las paredes.

La reforma al Código de Aguas, retomada por el Gobierno de Sebastián Piñera el año pasado, tiene dos propósitos centrales: determinar jurídicamente a los dueños de los derechos y extender esto a perpetuidad, idea que, para los pequeños agricultores y vecinos del sector rural, empeoraría la desigualdad ya existente.

A pesar del repudio que Pérez-Yoma ha recibido de parte de la comunidad que lo acusa de acaparamiento de agua, el exministro afirmó en una entrevista con La Tercera que tiene “pocos derechos de agua y de un río que no corre”. Hasta 2014, poseía 104,3 litros por segundo, derechos que fueron revocados por la DGA. Además, en la entrevista anunció su apoyo a la reforma en curso.

Para atenuar el descontento de los pequeños agricultores e “incluirlos” en la toma de decisiones, fueron creadas las Casub. Periódicamente, se reúnen las seis comunidades creadas por esta iniciativa para discutir políticas de Estado que los involucren como agricultores. Pero no todos los votos tienen el mismo valor, pues este depende de los litros de agua que se posean: más valor tendrá el voto de quien más agua tenga. “Para competir con el señor Álamos, que tiene 180 litros, tengo que llevar 90 agricultores igual que yo, con dos litros por segundo, para poder empatar. Y hay 15 agricultores en el río que son dueños del 90% del agua”, denuncia Díaz.

Una propuesta para resolver el conflicto, promovida incluso por el alcalde de La Ligua, Rodrigo Sánchez, es la osmosis inversa, que consiste en desalinizar el agua. Pero esto requiere un alto uso energético que se traduce en un aumento al precio. También se aprobó el embalse Las Palmas, pero, “¿qué acumula? Si el río está seco”, cuestiona el concejal Díaz, quien propone una carretera hídrica: esta funcionaría a través de cañerías que viajan por el océano y transporten agua desde el norte hacia las zonas que sufren mayor escasez de agua, explica. Sin embargo, ninguno de estos planteamientos dan soluciones que se puedan concretar a la brevedad.

Ningún lugar de la comuna de La Ligua tiene acceso hídrico proveniente de fuentes propias. Ni siquiera en la zona urbanas, donde se compra agua de Concón. “Somos la provincia con mayor riesgo de llegar a la hora cero, a la hora en que no tengamos agua. Se plantea que en 2030, incluso 2025, quedemos sin agua, incluso para el consumo humano”, dice con preocupación el concejal de La Ligua Óscar Belmar (PC) sobre la situación de la comuna.

Mientras da la espalda a los invernaderos, Hugo Díaz se lleva las manos a la cara para protegerse los ojos del sol. El único sonido que se distingue es el de los animales llorando; un sollozo que Díaz quiebra para preguntar en voz alta: “¿Cómo vamos a terminar? Si el Gobierno no entiende que hay que hacer obras grandes, van a desaparecer la agricultura y los habitantes de las zonas rurales. Tú sabes que sin agua no se puede vivir”.

 

Fernanda Zamora Olguín

Estudiante de Periodismo de la Universidad de Chile

Esperanza Navarrete Cárcamo

Estudiante de Periodismo de la Universidad de Chile